En una declaración tan polémica como reveladora, el titular de la Dirección Nacional de Apoyo al Liberado (Dinali), Luis Parodi, afirmó sin tapujos: “No creo que la gente se salve laburando”. La frase, lejos de ser un simple exabrupto, refleja la lógica de un modelo que ha fracasado: el de la izquierda que desprecia el esfuerzo, el mérito y el trabajo como motores de cambio.
El desestímulo oficial al trabajo
Parodi, funcionario de confianza del gobierno frenteamplista, justificó su postura con una visión derrotista sobre las personas privadas de libertad. A su entender, los liberados necesitan primero “amor, compañía y un lugar para vivir”, no oportunidades laborales ni inserción productiva. ¿Qué clase de mensaje se está transmitiendo desde un organismo estatal? ¿Que el trabajo no importa? ¿Que la autosuperación es un mito?
Mientras miles de uruguayos se levantan temprano cada día para salir a trabajar y sostener a sus familias, el jerarca de la Dinali minimiza el rol del trabajo en la rehabilitación. Una visión que no solo insulta al sentido común, sino que fomenta la dependencia y el asistencialismo crónico.

Una izquierda enemiga del mérito
Estas declaraciones no son aisladas. Responden a una forma de pensar profundamente arraigada en el progresismo uruguayo, que hace culto del pobrismo, victimiza al delincuente y criminaliza el esfuerzo individual. El mensaje de Parodi es claro: si estás preso, el trabajo no es el camino; lo importante es el cariño.
En cualquier país serio, el trabajo es parte fundamental de los programas de rehabilitación. No solo por lo económico, sino por lo educativo, lo disciplinario y lo social. Alejar a una persona del delito es darle herramientas para que se valga por sí misma. Pero en Uruguay, desde las altas esferas del Estado, se propone lo contrario: seguir dependiendo del sistema, esperando que el Estado te abrace, pero sin exigir responsabilidad.
Resultados que hablan por sí solos
Los números no mienten: la reincidencia en Uruguay sigue siendo altísima. Los programas de reinserción laboral son mínimos, y la falta de exigencia real genera un ciclo de encierro, liberación y nuevo delito. En lugar de cambiar esa lógica, desde la Dinali se perpetúa con discursos como el de Parodi.
Y no es solo una cuestión simbólica. Detrás de esas palabras hay políticas concretas: se invierte poco o nada en formación laboral en las cárceles, no se articulan convenios sólidos con el sector privado, y no hay incentivos reales para que los liberados se inserten en el mercado de trabajo. Todo responde al mismo modelo: el Estado asiste, pero no exige. Da, pero no transforma.
¿Qué se espera de los liberados?
¿Queremos que las personas que salen de la cárcel tengan una segunda oportunidad o que se resignen a un subsidio y a la marginalidad eterna? Porque si el trabajo no salva, ¿qué lo hace? ¿El abrazo del Estado? ¿Un alquiler social? ¿Un taller de reflexión?
El Estado debe ser un facilitador, no un sustituto de la voluntad. Pero cuando se desvaloriza el trabajo como herramienta de superación, se le roba al liberado la posibilidad real de cambiar su destino. Se le baja la vara. Y así, el círculo del delito se vuelve inevitable.
El mensaje de Parodi es un síntoma de una izquierda que perdió el rumbo y dejó de creer en las personas. Porque quien realmente cree en los otros, exige. No los subestima. No les dice que trabajar no importa.